Para alcanzar una sola de las naranjas
que mudas, que cuelgan, que redondas
ofrecen en medio de la muerte
su perfecta geometría,
su dulce peso específico,
su más desconcertante inocencia,
que como un telón de fondo de la contienda
seducen por su prohibición
y su belleza, como aquel fruto del árbol
del conocimiento,
es necesario descalzarse, esquivar
en primer término al condotiero Niccolo da Tolentino,
rodear los robustos caballos, admirar sus armaduras,
tocar el labrado de sus estribos,
seguir avanzando en medio de un bosque de lanzas
de las huestes florentinas
teniendo el cuidado de no pisar
ninguno de los cuerpos caídos,
deformes ya
más que por la herida mortal
o el pavor de la batalla,
por la drástica ley de la perspectiva,
para saber que esos frutos
que tanto hemos perseguido
no se encuentran en el lugar
donde nuestro ojo y deseo suponían,
pues son un reflejo de otras naranjas
más lejanas y que jamás mano alguna
podrán alcanzar.
Así lo quiso Paolo Uccello,
maestro de la ilusión óptica.
Y de la melancolía.