Ilustración: Gustavo Ortega / EL TIEMPO
Al salir vi sólo mascarillas que impedían descifrar si la gente se encontraba sonriente, triste o asustada, como me sentía yo esa mañana del sábado mayo 30 de 2020 mientras venía caminando en dirección a una esquina, con el amplificador en la mano, mi guitarra a los hombros y la obligación de conseguir sesenta mil pesos antes de las cinco. Intenté tranquilizarme pensando que el tapabocas encubriría mi indignidad y que difícilmente alguien iba a saber que yo era yo, porque en cualquier caso yo no era nadie. Puse el sombrero en el piso. Desenfundé la guitarra.
Revisé el entorno: una troncal llena de compraventas y tiendas de mascotas enjauladas que no abrían hacía dos meses. Motores de automóviles bramando embravecidos. Una ferretería funcionando. En la vitrina un cartel: “AMONIO CUATERNARIO DE QUINTA GENERACIÓN”. lmaginé que ese local era un laboratorio alquímico e improvisé clásicos: Scorpions. Aerosmith. Guns N’ Roses. Def Leppard. Bon Jovi. Lo que sonaba en radio cuando yo era un ingenuo convencido de que mi destino sería el de una estrella similar a esas cuyos afiches acompañaron mi adolescencia, inundada de sueños devenidos en frustraciones.
Después de una hora y quince el balance era, siendo optimistas, pésimo. Mil ochocientos pesos en monedas de cincuenta, de cien y de doscientos. Competencia exagerada. Sobreoferta, por exceso de vaciados. Lo de los sesenta mil era inaplazable. ¿Las razones? Mi culpa acumulada y la fecha. Luciana, mi hija, cumplía dieciocho años ese día y yo no la veía desde que tenía doce. La madrugada anterior me había decidido a renunciar a la vergüenza, ir hasta donde ella vivía, entregarle unas flores, suplicarle perdón y convencerla de que aún había cómo recobrar el tiempo que por mis ambiciones de rockstar desperdiciamos.
Don Melitón, el de la floristería, me ofreció un arreglo lindo por ese precio, con el compromiso de recogerlo antes de las cinco, porque a esa hora cerraban. Yo seguía cantando: una de Nirvana, otra de Molotov, otra de Kraken y otra más de los Atercios, sin que cayera un billete. Una señora violó el distanciamiento social para regañarme: “¡Qué tal este irresponsable, drogadicto y satánico exponiéndonos a la peste!”. Por un momento consideré romperle la guitarra en la cabeza, pero era una Yasuma 130 que guardaba como tesoro desde los años de Pandemonium. Creo que estaba interpretando Lithium cuando una cuatro por cuatro frenó frente a mí. La ventana del conductor bajó y el hombre al mando, que venía oyendo Oasis, se quedó observándome. Yo le correspondí, esperanzado en que el tipo me tirara veinte lucas. “¡Pedazo de güevón: aprenda a cantar en inglés!”, me vació detrás de la máscara y arrancó, sin darme ocasión para devolverle el halago con un ‘fóquiu’.
Iba en el cuarto “so I can come around to joder”, cuando un tombo me agarró el brazo. “Hermanito: estamos en emergencia sanitaria. Ahórrese el comparendito, ¿sí? Váyase juiciosito y se encierra en la casita”. Imposible convencer de mis urgencias a alguien capaz de usar tantos diminutivos, así que al rato estaba recogiendo las cosas para retomar camino en busca de algún lugar dónde ejercer mi oficio tan pronto el man se perdiera. “¡Pandemonium!”, oí que gritaban desde un local. Por instinto miré hacia arriba, pero no vi nada más que un letrero oxidado. “Mariachi Águilas Yucatecas”, decía. Por un ventanal, bajo el aviso, sacó la cabeza un gordiflón calvete disfrazado de charro y enmascarado, como todos en esa época.
Pandemonium era el nombre de la tercera y más exitosa banda que tuve. Lo extraño es que, a quince años de desintegrarnos y sin ser famosos, alguien lo mencionara, como un conjuro. “¿No se acuerda?”, preguntó el mariachi. “Eliminatorias, Rock al Parque, 1997”, especificó despojándose de su máscara. La aclaración y el destape aumentaron mis inquietudes. “¿Tan calvo y tan gordo estoy?”, se quejó carcajeándose. “Yo era el trompetista de la Sonora Voltaje: Berni Guzmán. Nos presentó Daniel Casas”. Mi memoria revivió. A finales de los noventa la Sonora Voltaje se perfilaba como uno de los conjuntos de ska más populares de la ciudad. El Berni que yo recordaba era un flaco a quien apodábamos ‘Carelápiz’. No esa versión deformada de sí, fofa, canosa y bigotuda. “Bueno volver a verlo, viejo Berni. Usted está igualito”, mentí. “Voy afanadísimo”, precisé, intentando desembarazarme de la “adelantada de cuaderno”. Él insistió: “¿Y usted? ¿De ‘camello’ qué?”. Le di mi respuesta automática. “La música es como el crimen, hermano: nunca paga”. Guzmán se rio, me entregó una tarjeta del Mariachi Águilas Yucatecas y propuso que nos viéramos luego, “cuando esto termine”. Avancé media cuadra y lo oí gritarme otra vez. “Oiga, Pandemonium: de su cara me acuerdo perfecto, pero no de cómo se llama”.
Me identifiqué, me despedí y seguí avanzando. Berni me detuvo con un nuevo alarido: “¿Quiere irse de gira?”. “¿A dónde?”, le reclamé, emputado ante lo que parecía burla. “Por toda la ciudad. Yéndonos mal nos echamos sesenta mil al bolsillo frescos. Estamos sin vocalista y, que yo me acuerde, usted era severo cantante”. Me reí bajo mi máscara ante semejante absurdo. Pero Carelápiz insistió: “Es en serio”. “No sé cantar rancheras”. “No me diga que no se sabe ‘Cielito lindo’, ‘Mujeres divinas’ y ‘Las mañanitas’. ¡Camine! No será el Madison Square Garden, pero la platica sirve”. Sentí lástima por Berni Guzmán. Un talento de sus calidades reducido a chupacobres de serenateros. Lo paradójico es que ese a quien yo me inclinaba por despreciar tenía razón. La ‘platica’ serviría para pagar las flores de Luciana. “¿A qué horas terminaríamos?”. “A las cuatro, por tarde. De pronto antes, si a la Policía le da por joder”. Acepté. Después de garantizarme que estaba desinfectado me pusieron un uniforme ridículo y brillante. Así quedé convertido en un águila yucateca más. Partimos rumbo a zonas residenciales. Aunque no habíamos ensayado una nota, deambulamos de calle en calle interpretando standards del repertorio azteca que sin quererlo aprendí bebiendo aguardiente con mis abuelos.
A medida que avanzábamos fui percatándome del público que la suerte iba poniéndonos enfrente: indiferentes, entusiastas y detractores. Estos últimos, como siempre, mayoría. Nunca, desde Pandemonium, me había rodeado audiencia tan diversa ni gloria similar. Niños capando clases virtuales para empañar los vidrios con sus alientos agitados al ritmo del guitarrón. Ancianos bailando ‘El aventurero’. Claustrofóbicos agradecidos, aplaudiendo como si fuéramos Los Prisioneros en Viña del Mar. Monedas de mil y billetes de diez mil precipitándose. Amargados insultándonos. Berni siendo el mismo del 98. A diferencia de lo habitual en bares, el mundo poniéndonos cuidado. El día se me fue, tocando con Las Águilas y pensando en Luciana. Llevaba siglos debatiéndome entre mi ego y mi deseo de verla. Ahora que era una mujer sólo sabía de ella cuando la espiaba por redes. Tenía fotos en un montón de países. Su mamá estaba emparejada con un hípster que acababa de graduarse de un doctorado en Manchester.
Eran como las cuatro. Nosotros habíamos ofrecido dieciséis toques en un radio de treintaisiete cuadras. Mis arcas ascendían a 57.550. Bastaría una parada para marcharme a mi cita con lo impostergable. Por desgracia, en mitad de la segunda pieza, dos patrulleros se aproximaron. Sin dejarnos terminar nos exigieron abrirnos. “Los vecinos están quejándose”. Salido de mí, comencé a gritar arengas anarquistas contra la autoridad y el Estado. Una parte de la concurrencia los vitoreaba a ellos y nos abucheaba a nosotros. Pero otra buena cantidad hacía lo opuesto. Los patrulleros pidieron refuerzos y en tres minutos ya no eran dos sino diez hombres ocupados en levantarle un comparendo cívico a cada miembro de las Águilas Yucatecas, mientras yo, esposado, chillaba de la piedra, esperando mi traslado a la UPJ por irrespeto a servidores públicos y viendo cómo, celulares en mano, chismosos con ínfulas de reporteros ciudadanos viralizaban mi desgracia con el numeral #MariachiRabón.
“Haga de cuenta que las Águilas somos los Beatles y que este es el concierto de la terraza. ¿O ya se le murió el alma rockera que dizque tenía?”, intentó consolarme Carelápiz. La tristeza se me alborotó. Le conté de Luciana. Se quedó mudo, meditó unos segundos y luego, muy convencido, aseveró: “esto déjemelo a mí”. Berni convocó al de mayor rango entre los agentes para hablarle aparte. Al retornar, Carelápiz se golpeó el cuello con el índice, remedando una decapitación, puso cara de terror y pronunció una palabra elocuente: “¡pailánder!”. Quise morirme. “Por su chistecito, cuando acabe la epidemia las Águilas vamos a tener que llevarles serenata a las mamás, a las mujeres y a las mozas de estos señores agentes que acaban de perdonarnos el comparendo. ¡Aplauso pa ellos! Así que en bombas pa donde su Luciana”. “Faltan cinco para las cinco y ni en helicóptero llego a la floristería, Carelá… Berni”. “¿Y pa qué flores, habiendo música, Pandemonium? Las Águilas invitan. Y la autoridad nos escolta. ¿Verdad, patrulleros?”.
“Sisas”, cantó la Policía al unísono. Distribuidos en una decena de motocicletas oficiales nos fuimos en combo donde mi única hija. Sin anunciarnos, cuando ya estaba oscuro, las Águilas Yucatecas y yo entonamos frente al edificio Altos del Nogal ‘Amor eterno’, la canción que hasta entonces mejor nos había sonado. Ningún apartamento se privó del espectáculo. Unos danzaban. Otros, refunfuñaban. Los del penthouse destaparon una de mezcal. Los agentes nos hacían coro. Pero Luciana… Luciana estuvo entre las últimas en notarlo y se puso a contemplarnos, sola, en el piso noveno. Al ella reconocerme, nos fundimos en un llanto remoto. La voz se me fue. Mentiría si dijera que ese instante suplió tantas ausencias. Pero lo mismo haría negando que hoy, justo dos décadas después, Luciana, mis nietos y yo ya hemos descontado tiempo desde aquellos días de cuarentena, cuando a falta de sonrisas teníamos máscaras.