Filosofía de los oficios de la casa – cuento de Miguel Ángel Manrique

Dedicado a Los cuatro fantásticos

«Entonces lava tu tazón».
Zhaozhou

ILUSTRACIÓN: Gustavo Ortega / EL TIEMPO

Era domingo. Cuatro mojarras de escamas plateadas y aletas rojas se descongelaban en el lavaplatos para el almuerzo. Una tenía la boca abierta como para decir algo y las otras tres tenían los ojos saltones de los pescados muertos. Llamé a Doris, la empleada, para pedirle que no volviera por un tiempo, no sólo por el aislamiento. Había renunciado a mi trabajo así que, por ahora, los recursos no alcanzarían a cubrir su salario. Además, renegaba de ella con frecuencia por derrochadora.

Mientras le limpiaba con un cuchillo las escamas, una de las mojarras me habló:

—Me quedan… pocas horas. Quiero aprovechar mi último aliento… para ayudarte. Podrás hacerme tres preguntas, pero tendrás que ser paciente para conocer las respuestas. Luego, córtame la cabeza.

Mi esposa hizo la lista del mercado para resistir el apocalipsis: «No te olvides de los medicamentos».

—¿Cuál es el momento más oportuno para hacer las cosas? —le pregunté a la mojarra que se quedó en silencio.

En el pasado sobreviví con pocos trastos. Entonces, lavar la loza duraba unos pocos minutos de la vida diaria. Ahora, un adolescente en pleno desarrollo, un niño con buen apetito y dos adultos no podríamos vivir con una batería de cocina austera. Nos habíamos atiborrado de ollas, vajillas y cubiertos. Todo era más complejo: limpiar la grasa adherida a los platos, el fondo quemado de las sartenes, la pega endurecida en la olla del arroz, las marcas secas de chocolate en la olleta, las tazas y el molinillo constituía una labor ardua.

El jabón líquido me causó dermatitis en las manos: «comprar crema con hidrocortisona». No quería usar guantes porque se me resbalaban los vasos. Pensé en la pobre Doris. Solía llegar temprano los sábados y se ponía a lavar la loza acumulada de la noche anterior. Hacía un ruido endemoniado de ollas y cucharas que me irritaba. Me atacó además un dolor lumbar porque me inclinaba hacia adelante sobre el lavaplatos: «hacer más ejercicio». Mientras fregaba los cubiertos, medité sobre qué debía comprar para el confinamiento: a veces olvidaba algo, a veces traía algo de más. Con mi esposa discutía sobre los supermercados caros y los baratos, pero terminaba mercando en el mismo lugar.

Tender las camas me parecía una actividad saludable, aunque la cobija de plumas del lecho matrimonial me produjera alergia. Estornudaba varias veces, así que usaba tapabocas. En el pasado, bastaba con estirar las cobijas. Ahora, por lo menos una vez a la semana, cambiaba los tendidos, las sábanas y fundas impregnadas de olores intensos y fluidos corporales. Los niños aprendieron a arreglar sus camas, lo que redujo el esfuerzo.

Mientras acomodaba las almohadas, recordé la angustia de los últimos días: el hijo menor había sufrido una convulsión causada por la fotoelectricidad de las pantallas electrónicas. Luego de todos los exámenes, la neuróloga lo diagnosticó. Había sido una conspiración de la genética y la tecnología. Unos días antes, con nuestro consentimiento, el niño había disfrutado de una maratón de ocho horas de Los Simpson. Me sentí mal. Nos sentimos mal. Nos deprimimos. Nos dejamos crecer las canas, la barba, todos los pelos del cuerpo. Envejecimos.

—¿Cuáles son las personas más importantes? —le pregunté a la mojarra que seguía muda.

Aprendí a preparar una solución para limpiar el piso: tres tapas de blanqueador para desinfectar, tres de limpiador de lavanda para espantar los malos olores, un chorrito de jabón líquido para quitar la grasa y tres litros de agua para disolver la mixtura. Con ésta trapeaba el piso del patio, sucio por los meados y la caca de la perra. Intuí que Doris gastaba productos de limpieza en exceso. De la mezcla reservaba un poco para fregar el baño. A veces se tapaba el inodoro o los niños salpicaban de orina la taza. En las mañanas podía percibirse el olor a pipí. Usaba los guantes que empeoraban la afección en la piel, aunque les tenía más miedo a las infecciones; desatascaba el inodoro con la chupa y lo limpiaba. Volvía a renegar: «De verdad, Doris era muy despilfarradora». Me alegraba hacer los oficios. Además, pensaba en el ahorro.

Anoté mentalmente en la lista del mercado una crema humectante y los analgésicos que tomaba el mayor para aliviar el dolor de las articulaciones. Yo sufría de la tiroides y mi esposa padecía otro problema de salud: «agregar acetaminofén». Los seres humanos éramos frágiles, enfermábamos, nos deteriorábamos, moríamos y, sin embargo, en nuestra incalculable imperfección, constituíamos la cosa más bella de toda la creación innumerable. O eso creía.

El encerramiento nos permitió caminar descalzos o andar en pantuflas por lo que no hubo que usar tantas medias. Me ponía sólo dos pantalones de dril, uno rojo y otro naranja, muy cómodos, mi esposa decía que las prendas del clóset la extrañaban y los niños eran los únicos que se cambiaban a diario. Semanalmente, echaba en la vieja y ruidosa lavadora un montón de toallas sucias, de calzoncillos, calzones y medias percudidas, de camisetas y pijamas sudadas, de sábanas y fundas mugrientas, y de trapos de la cocina manchados.

Andar descalzo me produjo una resequedad en los pies. Extrañé a Doris a pesar de los cuellos arrugados de las camisas. Intentaba aprender. Transformarme en otro hombre. Quizá lo lograra.

—¿Cuál es el propósito más grande? —le pregunté a la mojarra que me ignoraba.

Tuve que sacudir el polvo. Me puse el tapabocas para no estimular la alergia. Me calcé unos guantes, cogí un trapo y el líquido limpia muebles. El polvo había invadido los rincones, la superficie de los muebles, los aparatos electrónicos, el piano del hijo mayor, los juguetes del menor, la biblioteca, los marcos de las ventanas y los demás objetos de la casa. Mientras lo removía, observé el último baile de una pequeña polilla: luchó un buen rato hasta que una fuerza invisible la venció. Noté que el alféizar se oxidaba. El polvo me pareció una forma viva: se levantaba con los rayos de sol y en la penumbra se acostaba sobre todas las cosas de la Tierra, todos los días de la vida, no había forma de evitarlo, no había manera de eliminarlo. El trabajo era agotador e inútil. Podía convivir con el polvo. Comprendí a Doris. ¡Qué injusticia!

Los primeros días abría la nevera y una sensación de bienestar me recorría el cuerpo. Semanas después, cuando volvía a abrirla, silbaba la música de El Bueno, el Malo y El Feo, en una clara alusión al desierto: percibía además un olor a cebolla.

Mi esposa insistió en que me pusiera guantes para hacer el mercado, «porque las manijas de los carritos están contaminadas». Intentamos pedirlo por las aplicaciones del celular, pero era inútil: se demoraban en traerlo y en una ocasión enviaron los productos equivocados. Prefería arriesgarme a visitar el supermercado más cercano. Cogía las mercancías con asco: las bandejas de huevos, las bolsas de arroz, las cajas de espaguetis, las botellas de aceite, el agua de soda, el jugo de naranja, el de arándano, las cajas de té, los frascos de aceitunas, las barras de mantequilla, los litros de leche entera (la leche sin lactosa o descremada me parecía una estafa), las pastillas de chocolate, el pan tajado para los sándwiches, el pan de perro y el de las hamburguesas. Los infaltables rollos de papel higiénico. En una plaza de mercado pedí a domicilio las frutas y las verduras. Las primeras veces, la papaya, la piña, las lechugas y las zanahorias vinieron frescas, luego nos mandaron bananos verdes y mandarinas resecas.

Evitaba que se me acercaran las personas, que me saludara el celador, que se aproximaran los empleados que organizaban las estanterías o que me hablara otro cliente. Aunque cometí la imprudencia de tocarme la boca con los guantes y pocos días después me salió un fuego en los labios: «incluir crema con aciclovir». Me di cuenta de que Doris era una tragona y de que se me iba una buena parte del sueldo comiendo por fuera.

Había comprado unas siemprevivas que embellecieron la sala y un hueso de carnaza para que, en las tardes, la mascota nos dejara hacer los ejercicios físicos, nos permitiera conversar sobre la muerte del pobre Gregor, sobre los alevosos asesinatos de Felipe y Moriz, cometidos por unos piratas, sobre los cuatro peces de colores que una hechicera convirtió en cuatro oasis, que eran cuatro religiones muy antiguas, y, además, nos diera tiempo para escuchar la banda sonora de Guardianes de la Galaxia.

Era feliz preparando los desayunos e improvisando cenas ligeras. A veces le ponía mucha pimienta al pollo o mucha cebolla a los huevos. Antes del mediodía del domingo, la mojarra habló:

—Tus preguntas… ya han sido contestadas.

—¿Cuándo? —la interrogué confundido.

—Recuerda que solo hay un momento importante y es ahora —respondió iluminada—. El tiempo que pasas con las personas que te acompañan es el más importante. Ellas son, también, las personas más importantes, pues con ellas compartes la vida. Y el propósito más grande es hacerlas felices.

Luego, le corté la cabeza y la freí en la sartén. Ignoraba si en la memoria de los cuatro se conservaría el maravilloso recuerdo de ese almuerzo.

Durante el extraño periodo que vivimos, los oficios de la casa fueron una forma del amor: una resistencia doméstica al caos, a la suciedad, a la incertidumbre, al miedo, a la pereza, a las enfermedades, al hambre y a la tristeza.

Tuvimos tiempo. Un tiempo único. Estuvimos juntos como no volveríamos a estarlo el resto de nuestras vidas. Había sido un momento bello. De libertad privada y extraña comunión. De horror colectivo. Nos reconocimos vulnerables y efímeros. Olvidaríamos las cifras de los muertos, los enfermos y los recuperados, porque las estadísticas eran impersonales, pero recordaríamos los días en vela, los días agobiantes, los días difíciles, los días felices de la cuarentena. Tal vez el mundo volvería a ser igual o peor que antes. Tampoco lo sabría. De todos modos, tendría que llamar a Doris para que regresara.